Los que sintáis grima pensando en eso de la operación no tenéis por qué preocuparos. No pienso detenerme en la descripción de cómo mientras crees que aún no te han anestesiado, te abren los párpados con unas pinzas metálicas, una máquina que suena como la que corta el jamón cocido Campofrío te rebana una lonchita de ojo, te la separan, te evaporan parte de la córnea con láser con su correspondiente olor a quemado, te hurgan con bastoncillos y te echan líquido que te cae hasta por las orejas mientras vuelven a colocar el cacho de globo ocular en su sitio (mwahaha lo siento, no he podido evitarlo).
El que sea capaz de presenciar todo esto en primera persona y mantener la expresividad de Keanu Reeves tiene todos mis respetos. Yo por mi parte tenía bastante con cagarme interiormente en todo por no haberme tomado una caja de pirulas de Lexatin antes de pasar por aquello, porque la pastilluca que me dieron un minuto antes no tuvo el mismo efecto. Amén de sentirme ridículamente parecida a un condón con aquella bata, patucos y gorro de plástico. La cosa debió tener tan mal cariz que la enfermera me alcanzó una pelotita antiestrés para que la apretara en lugar de mi pobre ojito.
Con la tensión del momento incluso se me olvidó plantearle a la doctora la duda que me reconcomía, la misma que Gonzo cuando se operó del frenillo, y no precisamente el de la lengua:
-¿Podré tocar el violín?- pregunté.Lo acojonante es que después de tanta perrería como te han hecho salgas viendo, y que apesar de todo lo primero que hice cuando me dijeron que podía ir fue... volver a ponerme las gafas. Tras 24 años como topilla ya os imagináis, es la costumbre.
-Por supuesto- contestó.
Fantástico, siempre había querido tocar el violín.
Luego en casa, para rematar la faena, sufres un viaje en el tiempo y amaneces en el medievo. No puedes ver la tele, no puedes jugar a la Nintendo DS, no puedes leer a tus bloggeros favoritos ni postear tú misma, no puedes hablar por el messenger. ¡Mierda, ni siquiera es el medievo, porque tampoco puedo leer ni escribir! Cuando la situación se alarga durante días no puedes evitar sentir que tus niveles de ignorancia suben, como si estuvieras transformándote en Brandine, la mujer-madre-hermana de Cletus.
Otra cosa sorprendente es lo difícil que resulta abrir los ojos por las mañanas cuando no puedes restregártelos. Ya no puedo decir aquello de "esta noche no he pegado ojo". Eso sin contar que tienes que dormir, al menos los primeros días, con gafas de bucear. Así evitas la tentación de restregar la cara contra la almohada y el ojo se mantiene hidratado sin necesidad de echar colirios cada diez minutos, que el costillo ya me ha puesto el nombre artístico de "la niña de la gota". De aquí al Rocío, heleeee. Lo malo es que luego engancha y te descubres duchándote o limpiando el baño con las gafas de piscina. Supongo que soy más capaz de cometer locuras por fobia a otra operación que por amor. Prometo irme quitando del vicio, que si no el nombre artístico puede empeorar e ir más hacia "la mosca de mi niña".
Pero no todo es malo, por supuesto también tiene ventajas eso de quitarse las gafas de Bartola. La vida no sólo adquiere una nitidez e incluso unos colores que no podías llegar a imaginar, sino que los halos nocturnos te sumergen gratis en un mundo alucinógeno sin tener que tomarte un chocotripi. La radio se convierte en tu amiga y de pronto puedes tener un montón de conversaciones sobre la situación económica mundial y hasta de júrgol, que normalmente te importan un comino. Y si los niños se desmandan en clase puedes amenzarles con quitarte las gafas de sol a lo Martirio con resaca que llevas en todo momento y enseñarles el derrame que se te ha quedado en un ojo (sí, el de la pelotita antiestrés, lo habéis adivinado).
Ah, y casi se me olvida. Lo mejor es que gracias a los colirios puedo evitar -casi durante unos diez segundos- la impresión de llevar lentillas todo el tiempo, con esa sensación de sequedad permanente en los ojos. Puaj.