Tenía muy mal despertar.
A veces tardaba horas y horas en aceptar el mundo.
Por eso prefería para almorzar aquel bar de la carretera,
donde nadie era amable.
Acudían como clientes seres esquinados
con resaca en los ojos
y el patrón vertía el café fuera de la taza sin disculparse.
De hacerlo, resultaría ridículo, pues pesaba más de cien kilos.
Traspasaron el local.
El nuevo dueño hacía preguntas con una sonrisa.
Y él decidió no volver.
("Bar", Manuel Rivas).
Anoche, leyendo este poema entendí la curiosa manera de tratar a los clientes que tienen por Pucela. Porque allí, salvo honrosas excepciones, es habitual ser bordes o distantes con los clientes o no atender en las mesas aunque queden a 20 cm. de la barra. Y prepárate como no tomes el café a diario sino de vez en cuando, que el trato es susceptible de empeorar. Aún teniendo en cuenta que está muy feo generalizar por aquello de que "todas las generalizaciones son malas, incluso ésta", digamos que sucede tan a menudo que tienes la sensación de que en las tiendas no te venden un producto, sino que tú lo compras. Como farfullaría Alejandro Sanz, no es lo mismo, es distinto. También está extendida la frase de "ancha es Castilla... y estrechas son las castellanas", pero de eso ya no me corresponde a mí opinar.
Tal vez tenga que ver con el carácter algo frío, reservado y un poco cerrado que allí se estila, y que yo tengo la teoría de que tiene que ver con el clima. Ojo, no estoy diciendo que sean mala gente, tengo excelentes amigos tan pucelanos como los demás, pero podríamos decir que no les resulta sencillo abrirse a alguien que viene de fuera. Conozco a quien dice que es porque ellos son correctos y no sería adecuado tratarte como a un amigo de toda la vida. Incluso alguno como el del poema lo encontrará reconfortante. Pero para alguien que viene de una tierra donde se podría invitar a Lucifer a tomarse unos culines, resulta más que raro. Tan extraño como que si llevas viviendo en una casa desde hace más de 10 años te cruces con la vecina en el ascensor o en el garaje y no te devuelva el saludo y encima te mire mal. O que cuando vas a abrir la puerta de casa la de enfrente abra la puerta, mire que efectivamente eres tú y la vuelva a cerrar sin decir esta boca es mía. Huy, la bruja ésta a mí no me conoce, aquí teníamos a un vecino que no hablaba nada tampoco (luego nos enteramos que el pobre hombre estaba atravesando una depresión) y lo que hacía mi madre era saludarle cada vez con más entusiasmo y preguntarle por su perro o su trabajo. Es el día de hoy que no sólo te dice "buenos días", sino que te da el parte del tiempo y todo. Así que que se prepare la rubia de bote que la pienso atacar con todo mi amol.
Ya sé lo que estáis pensando, que total, para tener una de esas conversaciones insulsas de ascensor mejor no decir nada. ¡Error! Es peor todavía hacer tiempo, mirar al reloj o al techo (los chicos disimuladamente dejan caer un ojo en nuestro escote) y murmurar un gruñido cuando te vas. Prefiero quejarme de lo que está llevando terminar la obra faraónica de instalar una rampa en el portal o preguntar por el estado de la carretera al paisano que sabes que viaja cada mañana hacia donde tú irás ese fin de semana. Porque no sé a vosotros, pero al menos a mí ya me parece suficientemente incómoda la sensación de tener tal cercanía física con desconocidos en un espacio reducido como para añadirle el estrés de no saber qué hacer en ese tiempo.
Es que siempre he sido un poco maniática con eso del contacto físico. Tiene que ser alguien con quien tenga mucha confianza, para el resto mi espacio vital es una burbuja más o menos espaciosa que si se ve invadida me genera gran malestar y deseos de ir reculando hasta encontrar esa pared que ya no te deja retroceder más. Especialmente con esas personas que tienen la santa manía de darte golpecitos cada dos segundos para asegurarse de que la conversación te está dejando huella... en forma de cardenal en el brazo. Así que os podéis imaginar la poca gracia que me hace esa especie de montacargas que están poniendo últimamente aprovechando el más mínimo hueco del patio de luces de los edificios viejos. Porque encima los carteles te faltan al respeto. En el de un amigo pone que pueden entrar dos personas y el peso máximo permitido es de 300 kg. Así es inevitable pensar: ¡coñe, pues sí que están jamones en esta nuestra comunidad!
Si a los vecinos bordes, espacio mínimo y acusaciones veladas de estar como una foca le añades el rastro que dejan el fumador de puros y su mujer con el perfume para asesinar dálmatas, el resultado es un infierno. Bueno no, el pirado de Rémi Gaillard puede convertirlo en algo aún peor:
Cena de tres tenedores
Disco Fever
Okupa
Reggae
Caza