Últimamente el costillo se ríe de mí porque cada cierto tiempo se me escapa un "pues cuando estuve en Bolivia...". La verdad es que no sé si me repito porque empiezo a tener el síndrome de la abuela cebolleta o si hay alguna otra razón por la que me viene tan a menudo a la mente.
Supongo que la primera cuestión a responder sería qué se me perdió a mí por aquellos lares. Quedaría muy bien diciendo que fue un viaje de colaboración con una ONG, pero me temo que no sería totalmente sincera si contara que mis razones fueron totalmente altruistas. Después de la crisis que me destrozó la vida en el 2007 sólo tenía clara una cosa: quería salir de mi casa, de mi entorno, de mi país a donde fuera y como fuera. Me pareció una gran idea intentar ayudar a los demás, pero la verdad es que iba a tener que empezar por mí misma. También me pareció una forma excelente de dejar atrás a la persona que tanto daño me había hecho. Si dicen que la distancia es el olvido yo iba a poner por medio un buen montón de kilómetros.
Comenzamos con una parte de viaje turístico por dos grandes ciudades, como son Cochabamba y La Paz, en las que es imposible no sorprenderse ante sus dimensiones, el abigarrado alumbrado público, la cantidad de perros sueltos por la calle, los trufis (autobuses de parada libre) y, por supuesto, lo barato que es todo.
También pudimos ver la Parada Universitaria, especie de desfile folklórico en el que baila todo el mundo, desde el barrendero al alcalde y se prolonga durante todo el día, no sólo un par de horas como aquí las cabalgatas. Las bandas solían tocar esta música que a mi amigo malabarista y a mí se nos metió en la cabeza:
Después tuvimos la oportunidad de visitar Copacabana y Tiwanaku, a las orillas del lago Titicaca, donde nació la civilización incaica, así como las minas de Potosí. Me impresionó fuertemente que se vendiera dinamita a cualquiera en las tiendas para mineros, que pudiéramos visitar una mina activa o la dureza de un trabajo que realizan incluso niños. Tampoco eran fáciles las condiciones en la cárcel de Sacaba: en una casa vieja con un patio enano con capacidad para 60 presos vivían 180 en condiciones infrahumanas. Curiosamente estaban mejor los internos en la de máxima seguridad de El Abra, puesto que funciona como una pequeña ciudad en la que dentro de sus muros no mandan los guardias. Son los propios presos los que se organizan y velan porque todo el mundo trabaje, e incluso se vigilan, puesto que muchos viven con sus mujeres e hijos en la prisión.
Luego nuestro trabajo a priori parecía sencillo: encontrar un diminuto pueblo llamado Villa Libertad Licoma, en los Yungas, y colaborar con su pequeña granja de vacas. La cosa se comenzó a complicar cuando descubrimos que nuestro pasaje en la flota (autobús) no venía con asiento incluido. Eso significaba viajar de pie durante 9 horas, en un bus atestado de viajeros y una variada fauna de gatos, perros, pollos y hasta un cerdito metido en un saco. Todo por unas carreteras que desafían al miedo, a casi 5000 m. de altitud y con precipicios imposibles. No en vano aquí estaba la famosa "carretera de la muerte".
La segunda traba la tuvimos al tropezar con la versión local de la burocracia española. A todas nuestras propuestas nos sonreían y nos decían que sí, que se pasarían esa tarde por la casa, y así pasaban los días y ya temía que mi labor se iba a quedar en hacer de maruja. Finalmente malabarista ayudó en la construcción del establo y yo hice un poco de todo, dar clases de guitarra y coro en el colegio, y de refuerzo de todas las materias imaginables en el poblado de Lacayotine. Subía primero andando los 3 km. cuesta arriba por caminos polvorientos y allí, sobre una mesa improvisada con un tablón de madera daba clase a un batiburrillo de niños de todas las edades, mientras comíamos naranjas. Aún recuerdo cuando uno se hizo daño y le puse una tirita cómo la miró como si fuera un artefacto extraterrestre o lo contentos que se ponían si les regalaba un bolígrafo de clic. Supongo que es normal si pensamos que se entretenían con un neumático viejo o un palo y una botella de Coca-Quina como únicos juguetes.
Mes y pico por allí te cambia bastante la percepción del mundo. Muchas de las cosas que aquí damos por supuestas no existen, pasas de tenerlo todo a sobrevivir sin lavadora, internet, coche, la comida de mamá, carreteras asfaltadas, alcantarillado (estaban en ello, tenían todas las calles levantadas), dos teléfonos públicos para todo un pueblo, así que te llamaban por un altavoz cuando tenías conferencia, y en ocasiones pasábamos el día sin agua caliente ni electricidad. De hecho, generalmente sólo había una de las dos. A eso hay que sumar el mal de altura, que soportamos con coca y aspirinas, que nos comieron los mosquitos (llegué a contar más de 20 picaduras sólo en una mano), que un día encontré una cría de escorpión debajo de mi cama o que el trompetista del pueblo comenzaba a tocar a las 5 de la mañana el himno nacional. Tampoco me creería si me lo llegan a decir antes de ir que compraría carne cortada con un hacha en el mercado, ordeñaría una vaca, haría queso, trabajaría de jornalera recogiendo café, haría viajes en autobús de 10 y 11 horas casi a diario o que comería intestinos y corazón de oveja cocinados en un hoyo en el suelo.
No recuerdo bien cómo era aquello que Tolkien escribió acerca de los hobbits, pero era algo así como que era un pueblo que amaba los placeres de la vida pero si hacía falta podían renunciar a todas las comodidades. Pues más o menos es eso, te descubres viviendo de repente sin muchas de esas cosas y os aseguro que la sensación de libertad y de verdad que tienes es fantástica. Tiene gracia, cuando ahora mismo pasar más de 24 horas sin hablar por teléfono con el churri se me hace cuesta arriba.
Pero sobre todo, de algún modo esa tierra que cada vez parece más pobre y convulsa a mí me regaló paz. Supongo que por eso hay días que una parte de mí echa de menos algo de todo aquello y es cuando me da por exclamar: ¡quiero mis salchipapas, ñam!